INSTITUTO DOMINICANO DE GENEALOGÍA, INC.

CHARLAS GENEALÓGICAS

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LA FAMILIA DEL TABACO DOMINICANO: LOS LEÓN JIMENES

Preparado por José Alcántara Almánzar e Ida Hernández Caamaño

 

Introducción

Deseamos agradecer la amable invitación del amigo Edwin Espinal Hernández, Presidente del Instituto Dominicano de Genealogía, entidad profesional que ha mostrado un vivo interés por el contenido de Huella y memoria. E. León Jimenes: Un siglo en el camino nacional (1903-2003), obra de impresionante diseño cuya salida, en octubre del año pasado, se realizó como parte de las celebraciones del centenario de esta prestigiosa empresa. Nos sentimos muy complacidos de acudir a esta cita en el confortable auditorio del Centro León, donde nos sentimos como en casa.

La invitación nos brinda la oportunidad de compartir con ustedes algunos aspectos de un libro que hasta ahora debido a la proverbial discreción de la familia León y a su expresa voluntad de no convertir la obra en un instrumento promocional había tenido una difusión selectiva y una circulación restringida, aunque ya se puede adquirir en la tienda del Centro León. No obstante, desde su publicación hace seis meses, los comentarios sobre Huella y memoria han provenido, en su mayoría, de la propia familia, amigos y relacionados, y, que sepamos, sólo en la revista Mhytos apareció una generosa y breve nota de recensión.

Cuando Edwin Espinal nos habló de esta conferencia, ratificada luego por Mariajosé Álvarez Gautier a quien también agradecemos su diligente labor de coordinación, pensamos que lo mejor sería concentrarnos en los orígenes de la familia León. Hemos extraído, pues, algunos capítulos de su trayectoria, tratando de no perder la ilación del tema y de no fatigarles con una exposición demasiado extensa. Esperamos, pues, que nuestras palabras sirvan para motivar a los presentes a leer la obra, ya que ofreceremos una muestra muy reducida de la misma.

Creemos conveniente precisar que nuestro libro no es un trabajo de genealogía, respetable disciplina poco conocida en nuestro medio, pero que va abriéndose paso con firmeza, gracias a los significativos aportes de algunos genealogistas distinguidos. Huella y memoria nos llevó a indagar sobre los orígenes de la familia León, su composición y su evolución, a partir de mediados del siglo XIX hasta el presente siempre con el auxilio de entrevistas y documentos provistos por la propia familia, pero no tenemos la formación profesional ni hemos sido exhaustivos en nuestra exploración de ese frondoso árbol genealógico. Es por eso que deseamos exhortar a los especialistas en genealogía amigos como Julio González o Luis José Prieto Nouel, para que amplíen un trabajo apenas esbozado en Huella y memoria.

El resultado más elocuente de Huella y memoria es éste: la familia constituye, en la cultura dominicana, un núcleo esencial que configura el perfil colectivo de sus miembros, y es, sin lugar a dudas, la base de todo logro personal, como es el caso de los León. Por el contrario, la ausencia de familia o, peor aún, nacer y crecer en el seno de una familia estragada por carencias éticas y perturbaciones conductuales, representa, más que un desafío para el buen desarrollo del ser humano, una condición devastadora para el individuo.

Y ya, sin más preámbulo, entramos en materia.

Los orígenes: Don Antonio León González

Cuando Antonio Gavino León González (1848-1914) nació en Monte Adentro, Guazumal, provincia de Santiago, habían pasado cuatro años desde que el pueblo dominicano proclamara la separación de Haití, pero la independencia nacional continuaba amenazada por rumores de una inminente invasión de Faustino Soulouque, nuevo gobernante del país vecino, resuelto a convertir en realidad la vieja y frustrada idea de la indivisibilidad de la isla. Mas la vida cotidiana en las zonas rurales de la nueva república transcurría en el cauce de su antigua tradición, casi impermeable a las convulsiones político-militares y a los cambios de mando que caracterizaron a ese agitado lapso de nuestra historia.

Imaginemos el marco sociocultural en que creció Antonio, dedicado desde muy joven a las labores de veguero (a cargo de una “vega” o terreno sembrado de tabaco) en aquella pródiga región donde le había tocado nacer. Era hijo del cosechero Elías León, oriundo de España, y Francisca González [“Pancha”]. Antonio fue socializado en el ambiente campesino de entonces, cuando la familia patriarcal era eje de la organización social y centro básico de identidad personal. Poco sabemos de sus años mozos. No existen testimonios escritos que ofrezcan cuando menos una silueta suya en las etapas de infancia y juventud. Se conserva un retrato oral, muy breve, en que se le describe como “un señor muy serio, muy recto, religioso, que llevaba el rosario en familia todas las noches”. También hay una fotografía de Antonio, en la que aparece casi de perfil, con el pelo blanco, el respetable bigote y la mirada alerta, muy fija en algún punto.

Como algunos hombres de su generación una minoría, por supuesto, que combinaron el trabajo con cierta visión del porvenir, Antonio fue laborioso y precavido. Llevó una existencia frugal y austera y tuvo un enorme sentido del ahorro que inculcó a su familia. Antes de los treinta años comenzó a expandir su heredad con la adquisición de terrenos en Guazumal. El cultivo del mejor tabaco dominicano se había convertido para él en una realidad tangible, pero quería ampliar su radio de acción incorporando a su propiedad tierras aptas para la siembra de la aromática hoja.

En Antonio León coexistían el experimentado veguero y el pequeño propietario de aspiraciones, tenido por sus vecinos y compueblanos como un hombre serio y trabajador y con un firme propósito de mejoría económica y social. En este proceso de ascenso fue clave la figura de su esposa, María Natividad Jimenes López, oriunda de Licey, Santiago, e hija de Juan Jimenes y María de la Cruz López.

Antonio y María Natividad una matriarca de carácter, una mujer perfeccionista, según los recuerdos que dejó entre los suyos procrearon nueve hijos: los mellizos Manuel de Jesús y Enrique, Eduardo Antonio, Trina, Mercedes, Herminio, y tres que fallecieron muy jóvenes: Elías, Leonte y Alfonso.

Eduardo Antonio León Jimenes, tercer hijo de Antonio y María Natividad, nació en Guazumal, el 29 de diciembre de 1884. De todos los León Jimenes, fue quien reunió el mayor número de atributos, y éstos lo convirtieron prematuramente en un exitoso industrial tabaquero que llegó mucho más lejos de lo que su padre y sus hermanos jamás hubiesen imaginado. Parece que había en él, en dosis apreciables, inteligencia, conocimiento de su medio y de la gente, madurez, elevado sentido del deber moral, apertura hacia las relaciones humanas con personas de todos los estratos, y aptitud para la dirección empresarial. De no haber confluido en él tal acopio de rasgos excepcionales, difícilmente habría alcanzado la posición que llegó a ocupar en la sociedad santiaguense y nacional.

Eduardo León Jimenes que es como su nombre quedó registrado en la historia de la industria tabaquera aparece, en la remembranza de José Ulises Franco, como “un jovencito de sonrisa franca y de rostro agradable”. Creció en el medio rural que hemos descrito, de ahí su aprecio por la soledad del monte, sus destrezas de cazador y la siempre estimulante presencia de sus perros pointer, fieles compañeros en sus cacerías de palomas. Pero estaba destinado a trascender la ruralidad de origen a través de los negocios. Hombre disciplinado y puntual, se regía por un itinerario inquebrantable, levantándose temprano y con horas específicas para comer y dormir. Su humildad, su sentido de la honradez y su espíritu emprendedor se vieron enriquecidos por su gran fe en el ser humano y en el equipo que junto a él, hombro con hombro, levantaría la empresa que estaba a punto de nacer.

El 3 de octubre de 1903 el mismo mes y año en que la ciudad de Santiago fue capital de la República, dos meses y veintiséis días antes de cumplir diecinueve años, Eduardo León Jimenes fundó “La Aurora” en ochenta tareas de tierra cultivadas de tabaco, en la comunidad de Don Pedro, Guazumal, provincia de Santiago. Según la tradición familiar, el nombre de la nueva empresa fue inspirado por el de doña Aurora, esposa de don Juan Hernández, ambos vecinos de Antonio León, que influyeron mucho en Eduardo para que instalara su fábrica de cigarros. El legado de don Antonio a su tercer hijo, una mediana propiedad donde inició sus labores con dos o tres tabaqueros y una nómina de empleados muy reducida (que no excedía las seis personas, incluyendo a los tabaqueros); una empresa que iba a transformarse, a la vuelta de unos años, en la segunda de su género en el país, sólo superada por la Compañía Anónima Tabacalera, y más avanzado el siglo XX, cuando desapareció la dictadura de Trujillo, en la primera industria en su ramo en la República Dominicana y una de las más notables de toda la región del Caribe.

El 11 de abril de 1907, el Congreso Nacional, luego de las tres lecturas constitucionales, aprobó la Ley de Registro de Marcas de Fábrica y de Comercio, que el Presidente Ramón Cáceres firmó en el Palacio Nacional de Santo Domingo, el 16 de mayo de ese mismo año. Eduardo León Jimenes, siempre apegado a los principios establecidos por la ley, obtuvo para su empresa el correspondiente título, con número de registro 245, de fecha 16 de noviembre de 1911.

Eduardo León Jimenes, un hombre nacido en el campo, entre los cultivos iniciados por su padre un pionero de la producción tabaquera en la zona de Guazumal, sabía que a veces con trabajo duro y sacrificio ciertas utopías se convierten en realidades. Eduardo tuvo que luchar mucho y pasó momentos apretados, cuando pocos bancos se aventuraban a prestarle dinero, pero su entusiasmo nunca decayó. Las fotografías de su juventud, sentado al escritorio donde realizaba su faena diaria, solo o junto al fiel Ramón Aybar, lo muestran con una sonrisa de satisfacción por el deber cumplido y esperanza en el porvenir. Es una sonrisa contagiosa que delata su buen humor, ése que nunca le abandonaba ni en los períodos cruciales y de grandes dificultades. No hay que observar mucho esas fotografías para adivinar, en la transparencia de sus grandes ojos claros, en ese momento fijos en algún documento que leía en mangas de camisa, su confianza en el proyecto que había iniciado con tan magros recursos.

“La Aurora” había comenzado sus operaciones como una pequeña empresa de carácter familiar, bajo la conducción de Eduardo León Jimenes, un mozalbete visionario que a la vuelta de unos decenios iba a convertirse en el nombre por antonomasia del industrial tabaquero en la República Dominicana. De la comunidad rural de Don Pedro, Guazumal, en 1903, con un personal compuesto por dos operarios, una despalilladora y dos ayudantes, y una tirada diaria de 600 tabacos, la empresa fue consolidando su prestigio a base de excelencia en la confección: una calidad superior que se evidenciaba en la textura, el aroma y el sabor, y que le permitía competir ventajosamente con otras marcas más poderosas y renombradas.

En 1912, Herminio hermano inseparable de Eduardo le había propuesto el traslado de la tabaquería a la ciudad de Santiago, hecho que tuvo lugar al año siguiente. Ya en 1915, la empresa se había establecido en su local de la calle Independencia. Aunque la mudanza fue un cambio significativo de escenario, todavía en 1917 la distribución de productos terminados se hacía a lomo de mulo, en recuas que debían sortear los obstáculos de caminos vecinales enfangados cuando no infranqueables. No había carreteras ni transportación de géneros en vehículos de motor hacia las comarcas. Toda la producción se consumía en el Cibao, pues no era fácil enviar tabacos a las regiones este y sur. Pero ninguno de estos escollos amilanaba el espíritu combativo de Eduardo y Herminio, ni hacían mella en el ahínco con que perseguían sus metas empresariales.

Después, el mejoramiento del sistema vial del país facilitó la distribución de artículos comerciales, modificando las condiciones del mercado del tabaco, que siguió siendo, empero, muy irregular. A diferencia de otras industrias que incursionaron en la elaboración de cigarrillos, “La Aurora” se propuso perfeccionar sus tabacos hechos a mano, que fueron ganando crédito en la preferencia de los consumidores, hasta alcanzar una inmejorable reputación en todo el país. “La Aurora”, en pocos años, gozaba de la aceptación general y era una empresa notable, no por el volumen de su mercancía, sino por la consistencia de la calidad, aspecto que situó a esta marca de fábrica en un lugar privilegiado de la industria tabaquera nacional.

El dinamismo de Eduardo León Jimenes en aquellos lustros iniciales de dura labor se sustentaba en su inquebrantable fe en el cultivo del tabaco y sus proyecciones a largo plazo. Estaba resuelto, junto a Herminio, a mantener la tradición en que se había formado y en legarla a sus herederos en el momento preciso. Sus relaciones con los tabaqueros a las que debía buena parte de su éxito, lo mantuvieron siempre ligado a los campos y a las cosechas de tabaco, lo cual determinó su gran interés tanto por la siembra y la industrialización como por el mercado, y en sus últimos años de vida, la exportación de tabaco. Así, lleno de confianza y optimismo, continuaría Eduardo su incansable trabajo, con la mirada puesta en el porvenir.

Eduardo León Jimenes y María Asensio Córdoba: Formación de una familia

La estirpe paterna de María Asensio Córdoba Mayún para todos podemos rastrearla en la provincia de Huesca, España, donde nacieron Antonio Asensio y Vicenta Gaspar, progenitores de Ramón Asensio Gaspar, que a su vez casó con Eulalia Ruiz Ramírez. Esta pareja tuvo seis hijos: Ramón (papá de Mayún), Francisco, Pilar, Alberto, Graciela, y el sacerdote Arturo Asensio Ruiz. Por el lado materno, los abuelos de Mayún fueron Eugenio Córdoba y Octavia Viscarrondo Rojas nacida en Valencia, Venezuela, quienes procrearon a Eugenio, poeta y escritor, y a Rosa Adelaida Córdoba Viscarrondo (mamá de Mayún).

Ramón Asensio Ruiz (1863-1946) y Rosa Adelaida Córdoba Viscarrondo (1870-1905) casaron el 20 de diciembre de 1894. Los esposos Asensio Córdoba sólo tuvieron dos hijos: Mayún, nacida en Castañuela, Monte Cristi, el 11 de mayo de 1896, y Rafael Octavio. Pero la dicha de compartir sus vidas les duró poco, ya que casi a punto de cumplir once años de matrimonio, el 21 de octubre de 1905, falleció Rosa Adelaida, dejando en la orfandad a sus pequeños hijos. Esa muerte en plena juventud cambiaría el curso de la familia. Al perder a su madre, Mayún vivió un tiempo con su abuela, “Mamá Lalita”. Más tarde, siguió creciendo bajo la bienhechora tutela de Mencía Peynado Ruiz [“Ninina”], quien supo compensar el vacío dejado por Rosa Adelaida.

Ninina, famosa por sus buñuelos, era una persona muy apreciada por la familia y jugó un papel importante en el crecimiento de Mayún. La madre de Ninina y la abuela paterna de Mayún eran hermanas. Pasado un lustro de la muerte de Rosa Adelaida, Ramón, que aún era un viudo lleno de bríos, contrajo matrimonio con María Valverde, con quien procrearía a Dolores [Lola], Bernardita, Ena, Ramón, Ligia y José Rafael, medio hermanos de Mayún y Rafael Octavio.

Frente al giro de los asuntos familiares con su nuevo estado civil, Ramón llevó a los hijos de su primer matrimonio a estudiar al Canadá. Mayún en el colegio Mont Saint-Marie, donde completó su bachillerato, y Rafael Octavio en la Mount Allison  Academy. Al contacto con ese país y a la formación recibida debemos atribuir algunos rasgos del perfil general de Mayún, tales como su destreza para escribir, cualidad heredada, en parte, del tío Eugenio; su exquisitez, su atildamiento personal. Era una muchacha romántica, educada en un ambiente de rectos valores morales y gran recogimiento religioso, lo cual explica que fuese muy mariana y devota de la Virgen toda su vida. No le gustaba cocinar aspecto básico de la educación femenina tradicional, pero, en cambio, tenía un talento innato para coser y cultivó sus aptitudes con doña Delfina Saillant, su maestra de costura.

María Asensio Córdoba cariñosamente Mayún, la agraciada muchacha que había ido a estudiar al Canadá, volvió para quedarse e iniciar una venturosa etapa de vida en Santiago de los Caballeros. Al final de su adolescencia se distinguía ya por esa rara combinación de energía y encanto que le ganaba tantas amistades y admiradores. Era justa y de firmes principios, pero seducía por su dulzura y su positividad. Le encantaban las flores y las celebraciones y es probable que ese espíritu tan optimista y alegre conquistara rápidamente el corazón de Eduardo León Jimenes, quien desde 1913, por razones de trabajo, como se ha visto, vivía en la ciudad de Santiago de los Caballeros.

Pasadas las fiestas de 1915 año de inauguración del acueducto y la luz eléctrica en la ciudad, cuando Mayún hizo uso de la palabra con un pequeño discurso ante un nutrido público, la joven se entregó por entero a cuestiones personales de más importancia que requerían toda su atención. Durante los primeros nueve meses de 1916, Eduardo y su novia completaron los preparativos nupciales, de acuerdo con la usanza de la época. El 16 de octubre los jóvenes contrajeron matrimonio, según consta en el libro No.17 de la Oficialía del Estado Civil del Primer Distrito de la Común de Santiago.

En la casa marcada con el número 22 de la calle Independencia se instaló la flamante pareja de esposos. Allí, en aquel hogar cincelado con principios de honradez y unidad a toda prueba, en un clima de armonía y amoroso compañerismo, pasaron Eduardo y Mayún los mejores años de sus vidas. Eran dos seres complementarios en muchos sentidos. Se amaron siempre, pero la solidez de su vínculo afectivo se hizo cada vez más fuerte debido a la admiración y el respeto mutuos. Él era humilde, tranquilo, afable, con gran sentido del humor que expresaba en chistes y trucos que traía a la casa. Ella era distinguida, religiosa, recta, apegada a sus valores éticos, dueña de un gran sentido del equilibrio y una enorme integridad con la que lograba la consideración de todos.

El árbol crece: La familia León Asensio

Al año siguiente, los hijos comenzaron a llegar, siguiendo un ciclo de intervalos casi regulares. María Rosa, la primogénita, vino al mundo el 26 de agosto de 1917. Eduardo Antonio, primer varón, el 13 de octubre de 1919. Francisco Fernando Arturo, el 2 de abril de 1922. Carmen Margarita, el 13 de julio de 1925. Carlos Guillermo Antonio, el 6 de febrero de 1928. Estos hijos, sobre todo los mayores, tienen aún muy fresco en el recuerdo el “olor del tabaco” que inundaba la casa, ubicada al lado de “La Aurora”, a la que se accedía por una puerta del patio. Aquel aroma inconfundible se esparcía hasta los últimos rincones, llenando todos los intersticios de la vivienda. Ese olor, gratamente conservado en la memoria olfativa, fue parte de un proceso de socialización que los León Asensio evocan con regocijo, llenos de nostalgia por ese paraíso perdido que desearían recuperar.

Don Eduardo León Jimenes mantuvo una intensa actividad laboral y pública durante los primeros años de la década de 1930 y procreó con doña Mayún a sus dos últimos hijos: Clara, nacida el 31 de octubre de 1931, y José Augusto César, venido al mundo el 21 de febrero de 1934. Se completaba así un ciclo familiar fecundo en el que habían surgido siete descendientes de muy diversas edades. Cuando José estaba todavía en la cuna, María Rosa y Eduardo Antonio, los mayores, ya eran adolescentes inmersos en las preocupaciones propias de su edad, mientras que los otros Francisco Fernando Arturo, Carmen Margarita y Carlos Guillermo Antonio se hallaban en la infancia, con edades que oscilaban entre los doce y los seis años.

Los recuerdos familiares, igual que el agua de una fuente inagotable, se suceden sin cesar en torno a esas dos figuras tutelares que fueron don Eduardo y doña Mayún. Desde los años iniciales de la dictadura la situación se tornó tan difícil que don Eduardo pensó trasladar la empresa a Puerto Rico, incluso dejar el negocio del tabaco. Si no hubiera sido por la oportuna colaboración de don Víctor Thomén, quien le prestaba dinero y le sirvió de intermediario para presentarlo a los ejecutivos del Royal Bank en Santiago de los Caballeros, a fin de que obtuviese un crédito, el preocupado hombre de negocios habría abandonado su más preciada conquista empresarial.

Don Eduardo, con gran sentido de la dignidad humana, no permitía, por ejemplo, que un cosechero al que había que pagarle llegara a la compañía y tuviera que marcharse con las manos vacías. Su decisión de constituir un fuerte patrimonio económico surgió el día en que tuvo que ir al banco a cambiar un cheque de mil pesos y el gerente le hizo ponerse en la fila, igual que todos los demás clientes. Esa sensación de impotencia para solventar sin demoras sus compromisos económicos, le indujo a procurarse una envidiable posición, pues llegó a tener, según revelaciones de su hijo Eduardo Antonio, unos 300,000 dólares depositados en monedas de oro en el Royal Bank. Gozaba de gran estimación y confianza en el ámbito público, como lo prueba el hecho de que don “Chago” Petitón, Colector de Rentas Internas en Santiago, le aceptaba cheques sin que estuvieran certificados, como era obligatorio por ley.

A sus hijos les inculcó don Eduardo una serie de valores y principios básicos que forman parte del patrimonio familiar. “Paga, cuida tu crédito más que tu salud solía aconsejar al mayor de los varones. El día en que ustedes no puedan pagar, adelántense y vayan al banco y díganle que no pueden pagar y hagan los arreglos correspondientes, pero hágalos. Ningún León da un cheque en falso o sobregiro”. En don Eduardo se armonizaban la comprensión y la fortaleza de poder decir que no cuando las circunstancias lo requiriesen. Reía con la carcajada gozosa y espontánea de los que tienen buen humor y disfrutan de la vida, pero sacaba tiempo para la reflexión y la lectura de biografías de grandes hombres que le inspiraban en su accionar cotidiano. Pensaba que era necesario devolverle al pueblo parte de lo que la empresa había ganado, de ahí que la política de justa retribución a los trabajadores que ha caracterizado a E. León Jimenes, C. por A., desde sus orígenes comenzó con él cuando todavía estaban en sus manos las riendas de la empresa.

En los años en que aún fraguaba nuevos proyectos, se mostraba siempre previsor en cuanto al futuro. “Hijo mío le sugería a Eduardo Antonio, siembra frutales, que si tú no te los comes alguien se los va a comer”. Hombre de hábitos sencillos, aparte de su familia y el trabajo, su pasión era la cacería, aunque de vez en cuando echaba una partida de billar. Amoroso con las hijas, sabio consejero de los muchachos mayores y esposo paciente y detallista, permanecía sentado en su mecedora mientras descabezaba un sueño a la hora de la siesta, con una cajita de fósforos colocada en el occipital para evitar los inconvenientes del sudor; o allí mismo, al anochecer de un día especial en que iban a salir, podía esperar tranquilo a doña Mayún mientras ésta se vestía.

Don Eduardo no era hombre inclinado a la política, pero sí muy solidario y su participación social se hizo sentir en las instituciones de la ciudad, como el Centro de Recreo y la Cámara Americana de Comercio, Industria y Agricultura, cuya defensa de los intereses empresariales de la provincia no pudo contener el despliegue de fuerza instrumentado por el régimen de Trujillo para monopolizar la producción y comercialización del tabaco. El compromiso de don Eduardo con la Cámara se tradujo en reconocimiento, pues fue su Primer Vicepresidente, llegando a ser elegido (en ausencia) Presidente para el período 1932-1933, pero él, al presentar renuncia, declinó la distinción que se le había ofrecido.

La vitalidad de don Eduardo comenzó a resentirse por una afección cardíaca que le obligó a disminuir el ritmo de su labor y la frecuencia de sus apariciones públicas. Durante los últimos cuatro años de su vida estuvo prácticamente recluido en su hogar, aunque viajó a Francia para someterse a exámenes médicos y análisis de laboratorio cuyos resultados eran luego remitidos a los doctores Manuel Grullón o Alejandro Espaillat, sus médicos personales en Santiago. Los hijos de don Eduardo seguían de cerca cuanto acontecía en el segundo piso de la casa, donde el enfermo, recluido pero atento a las palpitaciones del hogar y la empresa, sabía ya que sus días estaban contados.

El 29 de septiembre de 1937, a las diez de la mañana, en la casa número 22 de la calle Independencia, falleció tranquilamente don Eduardo León Jimenes, a consecuencia de una “lesión cardíaca”, de acuerdo con el diagnóstico certificado del Dr. Manuel Grullón. En ese hogar que había sido morada de aspiraciones y sueños, dejó de respirar el fundador de “La Aurora”, padre de una familia numerosa que ahora dejaba en manos de doña Mayún, la joven viuda ésta tenía entonces cuarenta y un años de edad que en lo adelante tendría que hacerse cargo, ella sola, de la crianza y educación de los hijos. La muerte del esposo produjo un enorme vacío en el seno de la familia León Asensio y en la sociedad de Santiago, donde él había echado los cimientos de una industria destinada a convertirse en una de las más importantes de la República Dominicana.

Después de las exequias y el llanto familiar, don Herminio León Jimenes, el hermano entrañable, quien sin proponérselo había estado preparándose para hacerse cargo de la empresa, asumió responsabilidades plenas de Presidente de E. León Jimenes, C. por A., a fin de seguir con paso firme la labor iniciada por don Eduardo. En esas lides no estaría solo, pues habría de contar con la colaboración de los hijos mayores del difunto, Eduardo y Fernando, de dieciocho y quince años, respectivamente, sobre todo el segundo, un muchacho que parecía su hijo por las afinidades compartidas. Ambos amaban la tierra, se entendían con los campesinos, conocían a fondo la naturaleza de la actividad tabaquera y podían trabajar sin descanso ni comida durante toda una jornada que comenzaba a las cinco de la mañana y se extendía hasta el crepúsculo.

Las fotografías de don Herminio reflejan la estampa de un hombre circunspecto y recio, pero práctico y directo. Vivía con sus hermanas Trina y Mercedes y su sobrina Thelma Esperanza León Cabrera. Era un solterón (nacido el 25 de abril de 1886) de hábitos regulares que solía visitar en la prima noche a la señorita María Madera [“Viviana”], la joven con la que se casaría después de muchos años de noviazgo, cuando ya parecían haberse desvanecido las posibilidades de un enlace matrimonial. A don Herminio le iban a tocar los años de las “vacas flacas”, como han sido descritos aquellos tiempos de la dictadura específicamente entre 1937 y el 1° de julio de 1951, fecha de su muerte, en los que él supo sortear los escollos para consolidar cada vez más el bien ganado prestigio de la empresa.

La soledad corroía a doña Mayún en esos meses finales de 1937. De ahí que permanecer en Santiago de los Caballeros sólo hacía más punzante su dolor. Así que siguiendo consejos de amistades cercanas, en 1938 se trasladó con sus hijos al Canadá, el país donde había hecho su bachillerato y en el que la familia León Asensio pasaría junta varios años. Eran los tiempos de la segunda gran guerra, pero la vida en Canadá transcurría apaciblemente para los León Asensio en Sainte Adele, donde había montañas, clima frío, con lago a orillas de la casa y bote para remar. Concluida la etapa canadiense, los León Asensio retornaron a la República Dominicana, deseosos del reencuentro con parientes y amistades después de varios años de ausencia, integrándose muy pronto, los varones mayores, a las labores en E. León Jimenes, C. por A.

Eduardo León Asensio (don Eduardo, a partir de ahora) había realizado estudios en la Greenbrier Military School, Lewisburg, West Virginia (1934-1937), en el O’Sullivan Business College (1937) y obtuvo una maestría en Administración de Empresas en la McGill University (1937-1939), en Montreal, Canada. Estaba, pues, preparado para asumir funciones dinamizadoras en la empresa, como en efecto ocurrió en 1940, aunque sus concepciones de trabajo, enriquecidas por la formación universitaria, difiriesen de las de su tío don Herminio.

Don Eduardo manejaba desde muy joven el arte de la palabra y tenía excelente disposición para las relaciones humanas. No es de extrañar, pues, que alternativamente con su participación en la empresa, desempeñara numerosas funciones públicas, tanto en el país como en el servicio exterior. En ese largo periplo le acompañó siempre su esposa, doña Ana María Teresa Tavares, con quien formó una pareja diplomática ejemplar.

Por su lado, Francisco Fernando Arturo (don Fernando, en lo adelante) también había cursado estudios de Administración de Empresas en Canadá, sin haberlos concluido. Siguió el llamado de la tierra y consagró al tabaco los mejores años de su juventud y madurez, desde su integración a la empresa en 1941. Junto al tío Herminio, en inolvidables recorridos a caballo en busca de la mejor cosecha, adquirió invaluables conocimientos y experiencia, al punto de que el tío, cuando se hallaba afectado de una hemiplejia que le imposibilitaba rendir como siempre lo había hecho, delegó en él mayores responsabilidades. Hombre en quien se mezclan intuición y saber, don Fernando se define “como un hombre de campo, medio huraño, de temperamento fuerte y no muy dado a rutinas”, que ama la vida al aire libre y se entretiene criando pájaros en su propiedad. Ese juicio de sí mismo, tan lacónico como severo, omite la calidez y la prestancia que emanan de su persona y esa autoridad natural para obtener la colaboración de quienes le siguen porque le admiran.

El trabajo con el tabaco, más que una ocupación es para don Fernando un arte y encierra toda una filosofía. Buen fumador de cigarros, desde su juventud ha sido considerado por todos como un gran experto en materia de tabaco, respetado y querido por cosecheros y tabaqueros, dada su pericia y su infalible olfato para determinar la procedencia de las hojas o la calidad del producto. Casó en 1951 con Jeannette Herbert, con quien procreó siete hijos: Sandra Margarita, Fernando Arturo, Patricia María, Franklin Eduardo, Luis Manuel, Eduardo Antonio y Guillermo José.

En cuanto a María Rosa (doña Rosa, desde ahora), al regresar al país estaba preparada para iniciar una nueva etapa de vida. El 28 de febrero de 1943 casó con el ingeniero civil Rafael Aguayo Ceara, padre de sus hijos Rafael Eduardo y Alfonso. Después de su divorcio, doña Rosa vivió varios años en New York, donde trabajó en la tienda Saks de la Quinta Avenida. Poseedora de una belleza sin estridencias y un porte distinguido, por dondequiera que pasa impone su señorío con un encanto que parece haberla acompañado siempre. De hablar pausado y agradable, ejerce un ascendiente indiscutible entre sus hermanos, que ven en ella a una protectora y a una amiga.

Carmen Margarita (doña Carmen), a su vez, casaría con Edwin Antonio [“Jack”] Corrie Parra, el ingeniero mecánico domínico-norteamericano que jugaría, años después, un importante papel en el montaje de maquinarias en la empresa. Con Jack procrearía a Carmen Silvia y a Brenda Margarita. Entre sus cualidades más acusadas, doña Carmen descuella por su paciencia para rescatar y conservar recuerdos de familia fotografías, objetos, manuscritos, que mantiene a salvo de los estragos del tiempo y de curiosos desaprensivos. Sabe hilvanar con mucha coherencia aquellas historias de la familia León Asensio que parecen haberse perdido en los laberintos de la memoria y que ella narra con precisión y soltura, como si los hechos hubiesen ocurrido ayer.

Carlos Guillermo Antonio (don Guillermo) también estudió, como sus hermanos mayores, en la Greenbrier Military School e hizo dos años en Georgia Tech. Al incorporarse al trabajo de E. León Jimenes, C. por A., desempeñó un importante papel como Encargado de Nómina, y mediador entre la empresa y los trabajadores, habiendo contribuido a diafanizar las relaciones obrero-patronales y negociar el primer pacto colectivo de 1957. Casado con Mercedes Nouel [doña “Yin”], es padre de Carlos Guillermo, Isabel María y Stella Margarita.

Don Guillermo es buen conversador y, junto con doña Carmen, atesora parte de ese valioso patrimonio de recuerdos familiares que sabe poner a disposición de quienes se interesen por la evolución de la empresa, donde desempeñó varias actividades, entre ellas las de Encargado de Facturación y Despacho, Vendedor-Inspector de Vendedores y Rutas en todo el país. Al hablar tiene más aire de profesor que de empresario y él mismo confiesa, con modestia, que sus años de labor con los trabajadores, su quehacer de intermediario con el sindicato, deben de haber dejado su indiscutible huella pedagógica.

Clara (doña Clara), que había realizado estudios en Montreal y luego en el Colegio Sagrado Corazón y los de bachillerato en Washington, D. C., casó, el 12 de diciembre de 1958, con el abogado e industrial Osvaldo A. Brugal, padre de Ricardo Eduardo, Osvaldo Andrés, Clarissa Margarita e Ivette María. Doña Clara es, ante todo, una mujer vital, que confiesa sin sonrojo haber sido muy traviesa durante su infancia. En la conversación se muestra expansiva y franca y su risa proyecta el eco de las personas genuinas, más allá de todo convencionalismo social.

José Augusto César (don José), el más joven de los León Asensio, hizo estudios de bachillerato en la Taft School, Watertown, Connecticut (1949-1953), y los universitarios en el Babson Institute, Wellesley, Massachusetts (1954-1957). Se licenció en Administración de Empresas, con especialidad en Mercadeo. A él se deben, precisamente, las mayores innovaciones en esta materia realizadas en la empresa en los últimos decenios.

De doña Mayún aprendió valores esenciales, como la necesidad de practicar el amor sincero, respetuoso y comprometido entre todos los miembros de la familia y la creencia en los principios cristianos y devoción a la Santísima Virgen María. Casado con Petrica Cabral, es padre de María Amalia y Lidia Josefina. Su hijo José Eduardo falleció a los doce años, después de años de titánica lucha a consecuencia de un doloroso accidente. La acendrada religiosidad familiar les ha ayudado a encontrar el consuelo necesario.

Todos los que le conocen y le han tratado de cerca, aseguran que don José es, antes que nada, un hombre bueno. La generosidad que irradia su mirada no es un hecho fortuito, sino el resultado de las enseñanzas de una madre que le indujo a apreciar los frutos de la bondad antes que los bienes materiales. Rasgos distintivos de don José son su espontánea carcajada tan parecida a la de don Eduardo León Jimenes, su facilidad para resolver problemas, mediar entre gente diversa y buscar soluciones sin necesidad de imponerse por la fuerza y, sobre todo, su generosidad para entregar a su pueblo, a través de contribuciones del grupo empresarial que dirige, parte de todo aquello que el trabajo sistemático, la visión de futuro y la puesta al día en materia tecnológica, entre otras cosas, han puesto en manos de su familia.

Conclusión

Cien años han transcurrido desde la fundación de “La Aurora, la pequeña empresa familiar creada por don Eduardo León Jimenes. Sus ideas y visionarias acciones impulsaron la producción de cigarros de primera calidad, asegurando el prestigio de un sello inconfundible en la industria dominicana del siglo XX. Dueño de un agudo estilo empresarial poblado de certeras intuiciones en el trato humano y con una integridad personal a toda prueba, don Eduardo León Jimenes siempre ha sido, no sólo un ejemplo señero, sino un emblema inspirador para todos sus descendientes, al igual que doña Mayún Asensio, su amada compañera, guía y sostén espiritual de la familia León Asensio.

El proceso de desarrollo de E. León Jimenes, C. por A., desde sus modestos inicios hasta la impresionante estructura alcanzada por el Grupo León Jimenes en la actualidad, está ligada también a los nombres de Herminio León Jimenes el hermano entrañable, y de Eduardo, Fernando, Guillermo y José León Asensio los hijos emprendedores y consecuentes. Ellos han sido protagonistas en una trayectoria de trabajo sistemático e innovadora visión empresarial, que han servido para dar continuidad al sueño de un hombre que lo dio todo para forjar sus ideales. El legado de don Eduardo León Jimenes, ese macizo conjunto de valores y ejemplar verticalidad ética, sigue animando la labor de sus continuadores, que han sabido engrandecer el patrimonio recibido sin abandonar los principios originales, convirtiendo aquel núcleo primigenio que fue “La Aurora” en el consorcio dominicano de mayor estatura nacional y de más amplia proyección internacional.

El sólido liderazgo de las empresas que integran el Grupo León Jimenes se basa en una serie de cualidades que son analizadas detalladamente en el libro Huella y memoria. La imagen corporativa y de marca establece que Empresas León Jimenes forman uno de los grupos empresariales de mejor reputación en toda la República Dominicana, aquél que otros grupos empresariales del país tienen como paradigma.

De acuerdo con esas indagaciones, el Grupo León Jimenes es considerado como el principal grupo industrial de la República Dominicana, cuya reputación se basa en la excelente manufactura de productos de calidad mundial y en sus admirables prácticas administrativas. Es también el mayor contribuyente nacional, un ente responsable y cumplidor de sus obligaciones fiscales; una empresa comprometida con su sociedad, por su constante apoyo a las más diversas actividades culturales, a través del creciente patrocinio a las artes visuales, la literatura, la música clásica y popular, los deportes, la educación, el desarrollo comunitario y la protección ambiental.

A sus desvelos como empleador modelo, se suma una tradición familiar de larga trayectoria al servicio del país, sustentada en valores de vida como la unidad y el respeto muto, consignados en el credo que suscriben los León Asensio y sus descendientes, y que sirven de fundamento al Consejo Familiar. Esta empresa internacional, con raíces en Santiago de los Caballeros, en el corazón del Cibao, continúa ganándose la admiración y el respeto del empresariado y de las grandes mayorías nacionales.

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