Introducción
Deseamos agradecer la amable
invitación del amigo Edwin Espinal Hernández, Presidente del
Instituto Dominicano de Genealogía, entidad profesional que ha
mostrado un vivo interés por el contenido de Huella y
memoria. E. León Jimenes: Un siglo en el camino nacional
(1903-2003), obra de impresionante diseño cuya salida, en
octubre del año pasado, se realizó como parte de las
celebraciones del centenario de esta prestigiosa empresa. Nos
sentimos muy complacidos de acudir a esta cita en el confortable
auditorio del Centro León, donde nos sentimos como en casa.
La invitación nos brinda la
oportunidad de compartir con ustedes algunos aspectos de un
libro que hasta ahora —debido a la proverbial discreción de la
familia León y a su expresa voluntad de no convertir la obra en
un instrumento promocional— había tenido una difusión selectiva
y una circulación restringida, aunque ya se puede adquirir en la
tienda del Centro León. No obstante, desde su publicación hace
seis meses, los comentarios sobre Huella y memoria han
provenido, en su mayoría, de la propia familia, amigos y
relacionados, y, que sepamos, sólo en la revista Mhytos
apareció una generosa y breve nota de recensión.
Cuando Edwin Espinal nos habló
de esta conferencia, ratificada luego por Mariajosé Álvarez
Gautier —a quien también agradecemos su diligente labor de
coordinación—, pensamos que lo mejor sería concentrarnos en los
orígenes de la familia León. Hemos extraído, pues, algunos
capítulos de su trayectoria, tratando de no perder la ilación
del tema y de no fatigarles con una exposición demasiado
extensa. Esperamos, pues, que nuestras palabras sirvan para
motivar a los presentes a leer la obra, ya que ofreceremos una
muestra muy reducida de la misma.
Creemos conveniente precisar que
nuestro libro no es un trabajo de genealogía, respetable
disciplina poco conocida en nuestro medio, pero que va
abriéndose paso con firmeza, gracias a los significativos
aportes de algunos genealogistas distinguidos. Huella y
memoria nos llevó a indagar sobre los orígenes de la familia
León, su composición y su evolución, a partir de mediados del
siglo XIX hasta el presente —siempre con el auxilio de
entrevistas y documentos provistos por la propia familia—, pero
no tenemos la formación profesional ni hemos sido exhaustivos en
nuestra exploración de ese frondoso árbol genealógico. Es por
eso que deseamos exhortar a los especialistas en genealogía
—amigos como Julio González o Luis José Prieto Nouel—, para que
amplíen un trabajo apenas esbozado en Huella y memoria.
El resultado más elocuente de
Huella y memoria es éste: la familia constituye, en la
cultura dominicana, un núcleo esencial que configura el perfil
colectivo de sus miembros, y es, sin lugar a dudas, la base de
todo logro personal, como es el caso de los León. Por el
contrario, la ausencia de familia o, peor aún, nacer y crecer en
el seno de una familia estragada por carencias éticas y
perturbaciones conductuales, representa, más que un desafío para
el buen desarrollo del ser humano, una condición devastadora
para el individuo.
Y ya, sin más preámbulo,
entramos en materia.
Los orígenes:
Don Antonio León González
Cuando Antonio Gavino León
González (1848-1914) nació en Monte Adentro, Guazumal, provincia
de Santiago, habían pasado cuatro años desde que el pueblo
dominicano proclamara la separación de Haití, pero la
independencia nacional continuaba amenazada por rumores de una
inminente invasión de Faustino Soulouque, nuevo gobernante del
país vecino, resuelto a convertir en realidad la vieja y
frustrada idea de la indivisibilidad de la isla. Mas la vida
cotidiana en las zonas rurales de la nueva república transcurría
en el cauce de su antigua tradición, casi impermeable a las
convulsiones político-militares y a los cambios de mando que
caracterizaron a ese agitado lapso de nuestra historia.
Imaginemos el marco
sociocultural en que creció Antonio, dedicado desde muy joven a
las labores de veguero (a cargo de una “vega” o terreno sembrado
de tabaco) en aquella pródiga región donde le había tocado
nacer. Era hijo del cosechero Elías León, oriundo de España, y
Francisca González [“Pancha”]. Antonio fue socializado en el
ambiente campesino de entonces, cuando la familia patriarcal era
eje de la organización social y centro básico de identidad
personal. Poco sabemos de sus años mozos. No existen testimonios
escritos que ofrezcan cuando menos una silueta suya en las
etapas de infancia y juventud. Se conserva un retrato oral, muy
breve, en que se le describe como “un señor muy serio, muy
recto, religioso, que llevaba el rosario en familia todas las
noches”. También hay una fotografía de Antonio, en la que
aparece casi de perfil, con el pelo blanco, el respetable bigote
y la mirada alerta, muy fija en algún punto.
Como algunos hombres de su
generación —una minoría, por supuesto—, que combinaron el
trabajo con cierta visión del porvenir, Antonio fue laborioso y
precavido. Llevó una existencia frugal y austera y tuvo un
enorme sentido del ahorro que inculcó a su familia. Antes de los
treinta años comenzó a expandir su heredad con la adquisición de
terrenos en Guazumal. El cultivo del mejor tabaco dominicano se
había convertido para él en una realidad tangible, pero quería
ampliar su radio de acción incorporando a su propiedad tierras
aptas para la siembra de la aromática hoja.
En Antonio León coexistían el
experimentado veguero y el pequeño propietario de aspiraciones,
tenido por sus vecinos y compueblanos como un hombre serio y
trabajador y con un firme propósito de mejoría económica y
social. En este proceso de ascenso fue clave la figura de su
esposa, María Natividad Jimenes López, oriunda de Licey,
Santiago, e hija de Juan Jimenes y María de la Cruz López.
Antonio y María Natividad
—una
matriarca de carácter, una mujer perfeccionista, según los
recuerdos que dejó entre los suyos— procrearon nueve hijos: los
mellizos Manuel de Jesús y Enrique, Eduardo Antonio, Trina,
Mercedes, Herminio, y tres que fallecieron muy jóvenes: Elías,
Leonte y Alfonso.
Eduardo Antonio León Jimenes,
tercer hijo de Antonio y María Natividad, nació en Guazumal, el
29 de diciembre de 1884. De todos los León Jimenes, fue quien
reunió el mayor número de atributos, y éstos lo convirtieron
prematuramente en un exitoso industrial tabaquero que llegó
mucho más lejos de lo que su padre y sus hermanos jamás hubiesen
imaginado. Parece que había en él, en dosis apreciables,
inteligencia, conocimiento de su medio y de la gente, madurez,
elevado sentido del deber moral, apertura hacia las relaciones
humanas con personas de todos los estratos, y aptitud para la
dirección empresarial. De no haber confluido en él tal acopio de
rasgos excepcionales, difícilmente habría alcanzado la posición
que llegó a ocupar en la sociedad santiaguense y nacional.
Eduardo León Jimenes
—que es
como su nombre quedó registrado en la historia de la industria
tabaquera— aparece, en la remembranza de José Ulises Franco,
como “un jovencito de sonrisa franca y de rostro agradable”.
Creció en el medio rural que hemos descrito, de ahí su aprecio
por la soledad del monte, sus destrezas de cazador y la siempre
estimulante presencia de sus perros pointer, fieles
compañeros en sus cacerías de palomas. Pero estaba destinado a
trascender la ruralidad de origen a través de los negocios.
Hombre disciplinado y puntual, se regía por un itinerario
inquebrantable, levantándose temprano y con horas específicas
para comer y dormir. Su humildad, su sentido de la honradez y su
espíritu emprendedor se vieron enriquecidos por su gran fe en el
ser humano y en el equipo que junto a él, hombro con hombro,
levantaría la empresa que estaba a punto de nacer.
El 3 de octubre de 1903
—el mismo mes y año en que la ciudad de Santiago fue capital de la
República—, dos meses y veintiséis días antes de cumplir
diecinueve años, Eduardo León Jimenes fundó “La Aurora” en
ochenta tareas de tierra cultivadas de tabaco, en la comunidad
de Don Pedro, Guazumal, provincia de Santiago. Según la
tradición familiar, el nombre de la nueva empresa fue inspirado
por el de doña Aurora, esposa de don Juan Hernández, ambos
vecinos de Antonio León, que influyeron mucho en Eduardo para
que instalara su fábrica de cigarros. El legado de don Antonio a
su tercer hijo, una mediana propiedad donde inició sus labores
con dos o tres tabaqueros y una nómina de empleados muy reducida
(que no excedía las seis personas, incluyendo a los tabaqueros);
una empresa que iba a transformarse, a la vuelta de unos años,
en la segunda de su género en el país, sólo superada por la
Compañía Anónima Tabacalera, y más avanzado el siglo XX, cuando
desapareció la dictadura de Trujillo, en la primera industria en
su ramo en la República Dominicana y una de las más notables de
toda la región del Caribe.
El 11 de abril de 1907, el
Congreso Nacional, luego de las tres lecturas constitucionales,
aprobó la Ley de Registro de Marcas de Fábrica y de Comercio,
que el Presidente Ramón Cáceres firmó en el Palacio Nacional de
Santo Domingo, el 16 de mayo de ese mismo año. Eduardo León
Jimenes, siempre apegado a los principios establecidos por la
ley, obtuvo para su empresa el correspondiente título, con
número de registro 245, de fecha 16 de noviembre de 1911.
Eduardo León Jimenes, un hombre
nacido en el campo, entre los cultivos iniciados por su padre
—un pionero de la producción tabaquera en la zona de Guazumal—, sabía que a veces con trabajo duro y sacrificio ciertas utopías
se convierten en realidades. Eduardo tuvo que luchar mucho y
pasó momentos apretados, cuando pocos bancos se aventuraban a
prestarle dinero, pero su entusiasmo nunca decayó. Las
fotografías de su juventud, sentado al escritorio donde
realizaba su faena diaria, solo o junto al fiel Ramón Aybar, lo
muestran con una sonrisa de satisfacción por el deber cumplido y
esperanza en el porvenir. Es una sonrisa contagiosa que delata
su buen humor, ése que nunca le abandonaba ni en los períodos
cruciales y de grandes dificultades. No hay que observar mucho
esas fotografías para adivinar, en la transparencia de sus
grandes ojos claros, en ese momento fijos en algún documento que
leía en mangas de camisa, su confianza en el proyecto que había
iniciado con tan magros recursos.
“La Aurora” había comenzado sus
operaciones como una pequeña empresa de carácter familiar, bajo
la conducción de Eduardo León Jimenes, un mozalbete visionario
que a la vuelta de unos decenios iba a convertirse en el nombre
por antonomasia del industrial tabaquero en la República
Dominicana. De la comunidad rural de Don Pedro, Guazumal, en
1903, con un personal compuesto por dos operarios, una
despalilladora y dos ayudantes, y una tirada diaria de 600
tabacos, la empresa fue consolidando su prestigio a base de
excelencia en la confección: una calidad superior que se
evidenciaba en la textura, el aroma y el sabor, y que le
permitía competir ventajosamente con otras marcas más poderosas
y renombradas.
En 1912, Herminio
—hermano
inseparable de Eduardo— le había propuesto el traslado de la
tabaquería a la ciudad de Santiago, hecho que tuvo lugar al año
siguiente. Ya en 1915, la empresa se había establecido en su
local de la calle Independencia. Aunque la mudanza fue un cambio
significativo de escenario, todavía en 1917 la distribución de
productos terminados se hacía a lomo de mulo, en recuas que
debían sortear los obstáculos de caminos vecinales enfangados
cuando no infranqueables. No había carreteras ni transportación
de géneros en vehículos de motor hacia las comarcas. Toda la
producción se consumía en el Cibao, pues no era fácil enviar
tabacos a las regiones este y sur. Pero ninguno de estos
escollos amilanaba el espíritu combativo de Eduardo y Herminio,
ni hacían mella en el ahínco con que perseguían sus metas
empresariales.
Después, el mejoramiento del
sistema vial del país facilitó la distribución de artículos
comerciales, modificando las condiciones del mercado del tabaco,
que siguió siendo, empero, muy irregular. A diferencia de otras
industrias que incursionaron en la elaboración de cigarrillos,
“La Aurora” se propuso perfeccionar sus tabacos hechos a mano,
que fueron ganando crédito en la preferencia de los consumidores,
hasta alcanzar una inmejorable reputación en todo el país. “La
Aurora”, en pocos años, gozaba de la aceptación general y era
una empresa notable, no por el volumen de su mercancía, sino por
la consistencia de la calidad, aspecto que situó a esta marca de
fábrica en un lugar privilegiado de la industria tabaquera
nacional.
El dinamismo de Eduardo León
Jimenes en aquellos lustros iniciales de dura labor se
sustentaba en su inquebrantable fe en el cultivo del tabaco y
sus proyecciones a largo plazo. Estaba resuelto, junto a
Herminio, a mantener la tradición en que se había formado y en
legarla a sus herederos en el momento preciso. Sus relaciones
con los tabaqueros —a las que debía buena parte de su éxito—, lo mantuvieron siempre ligado a los campos y a las cosechas de
tabaco, lo cual determinó su gran interés tanto por la siembra y
la industrialización como por el mercado, y en sus últimos años
de vida, la exportación de tabaco. Así, lleno de confianza y
optimismo, continuaría Eduardo su incansable trabajo, con la
mirada puesta en el porvenir.
Eduardo León
Jimenes y María Asensio Córdoba: Formación de una familia
La estirpe paterna de María
Asensio Córdoba —Mayún para todos— podemos rastrearla en la
provincia de Huesca, España, donde nacieron Antonio Asensio y
Vicenta Gaspar, progenitores de Ramón Asensio Gaspar, que a su
vez casó con Eulalia Ruiz Ramírez. Esta pareja tuvo seis hijos:
Ramón (papá de Mayún), Francisco, Pilar, Alberto, Graciela, y el
sacerdote Arturo Asensio Ruiz. Por el lado materno, los abuelos
de Mayún fueron Eugenio Córdoba y Octavia Viscarrondo Rojas
—nacida
en Valencia, Venezuela—, quienes procrearon a Eugenio, poeta y
escritor, y a Rosa Adelaida Córdoba Viscarrondo (mamá de Mayún).
Ramón Asensio Ruiz (1863-1946) y
Rosa Adelaida Córdoba Viscarrondo (1870-1905) casaron el 20 de
diciembre de 1894. Los esposos Asensio Córdoba sólo tuvieron dos
hijos: Mayún, nacida en Castañuela, Monte Cristi, el 11 de mayo
de 1896, y Rafael Octavio. Pero la dicha de compartir sus vidas
les duró poco, ya que casi a punto de cumplir once años de
matrimonio, el 21 de octubre de 1905, falleció Rosa Adelaida,
dejando en la orfandad a sus pequeños hijos. Esa muerte en plena
juventud cambiaría el curso de la familia. Al perder a su madre,
Mayún vivió un tiempo con su abuela, “Mamá Lalita”. Más tarde,
siguió creciendo bajo la bienhechora tutela de Mencía Peynado
Ruiz [“Ninina”], quien supo compensar el vacío dejado por Rosa
Adelaida.
Ninina, famosa por sus buñuelos,
era una persona muy apreciada por la familia y jugó un papel
importante en el crecimiento de Mayún. La madre de Ninina y la
abuela paterna de Mayún eran hermanas. Pasado un lustro de la
muerte de Rosa Adelaida, Ramón, que aún era un viudo lleno de
bríos, contrajo matrimonio con María Valverde, con quien
procrearía a Dolores [Lola], Bernardita, Ena, Ramón, Ligia y
José Rafael, medio hermanos de Mayún y Rafael Octavio.
Frente al giro de los asuntos
familiares con su nuevo estado civil, Ramón llevó a los hijos de
su primer matrimonio a estudiar al Canadá. Mayún en el colegio
Mont Saint-Marie, donde completó su bachillerato, y Rafael
Octavio en la Mount Allison Academy. Al contacto con ese país y
a la formación recibida debemos atribuir algunos rasgos del
perfil general de Mayún, tales como su destreza para escribir,
cualidad heredada, en parte, del tío Eugenio; su exquisitez, su
atildamiento personal. Era una muchacha romántica, educada en un
ambiente de rectos valores morales y gran recogimiento religioso,
lo cual explica que fuese muy mariana y devota de la Virgen toda
su vida. No le gustaba cocinar —aspecto básico de la educación
femenina tradicional—, pero, en cambio, tenía un talento innato
para coser y cultivó sus aptitudes con doña Delfina Saillant, su
maestra de costura.
María Asensio Córdoba
—cariñosamente
Mayún—, la agraciada muchacha que había ido a estudiar al Canadá,
volvió para quedarse e iniciar una venturosa etapa de vida en
Santiago de los Caballeros. Al final de su adolescencia se
distinguía ya por esa rara combinación de energía y encanto que
le ganaba tantas amistades y admiradores. Era justa y de firmes
principios, pero seducía por su dulzura y su positividad. Le
encantaban las flores y las celebraciones y es probable que ese
espíritu tan optimista y alegre conquistara rápidamente el
corazón de Eduardo León Jimenes, quien desde 1913, por razones
de trabajo, como se ha visto, vivía en la ciudad de Santiago de
los Caballeros.
Pasadas las fiestas de 1915
—año
de inauguración del acueducto y la luz eléctrica en la ciudad,
cuando Mayún hizo uso de la palabra con un pequeño discurso ante
un nutrido público—, la joven se entregó por entero a cuestiones
personales de más importancia que requerían toda su atención.
Durante los primeros nueve meses de 1916, Eduardo y su novia
completaron los preparativos nupciales, de acuerdo con la usanza
de la época. El 16 de octubre los jóvenes contrajeron matrimonio,
según consta en el libro No.17 de la Oficialía del Estado Civil
del Primer Distrito de la Común de Santiago.
En la casa marcada con el número
22 de la calle Independencia se instaló la flamante pareja de
esposos. Allí, en aquel hogar cincelado con principios de
honradez y unidad a toda prueba, en un clima de armonía y
amoroso compañerismo, pasaron Eduardo y Mayún los mejores años
de sus vidas. Eran dos seres complementarios en muchos sentidos.
Se amaron siempre, pero la solidez de su vínculo afectivo se
hizo cada vez más fuerte debido a la admiración y el respeto
mutuos. Él era humilde, tranquilo, afable, con gran sentido del
humor que expresaba en chistes y trucos que traía a la casa.
Ella era distinguida, religiosa, recta, apegada a sus valores
éticos, dueña de un gran sentido del equilibrio y una enorme
integridad con la que lograba la consideración de todos.
El árbol crece: La familia León
Asensio
Al año siguiente, los hijos
comenzaron a llegar, siguiendo un ciclo de intervalos casi
regulares. María Rosa, la primogénita, vino al mundo el 26 de
agosto de 1917. Eduardo Antonio, primer varón, el 13 de octubre
de 1919. Francisco Fernando Arturo, el 2 de abril de 1922.
Carmen Margarita, el 13 de julio de 1925. Carlos Guillermo
Antonio, el 6 de febrero de 1928. Estos hijos, sobre todo los
mayores, tienen aún muy fresco en el recuerdo el “olor del
tabaco” que inundaba la casa, ubicada al lado de “La Aurora”, a
la que se accedía por una puerta del patio. Aquel aroma
inconfundible se esparcía hasta los últimos rincones, llenando
todos los intersticios de la vivienda. Ese olor, gratamente
conservado en la memoria olfativa, fue parte de un proceso de
socialización que los León Asensio evocan con regocijo, llenos
de nostalgia por ese paraíso perdido que desearían recuperar.
Don Eduardo León Jimenes mantuvo
una intensa actividad laboral y pública durante los primeros
años de la década de 1930 y procreó con doña Mayún a sus dos
últimos hijos: Clara, nacida el 31 de octubre de 1931, y José
Augusto César, venido al mundo el 21 de febrero de 1934. Se
completaba así un ciclo familiar fecundo en el que habían
surgido siete descendientes de muy diversas edades. Cuando José
estaba todavía en la cuna, María Rosa y Eduardo Antonio, los
mayores, ya eran adolescentes inmersos en las preocupaciones
propias de su edad, mientras que los otros
—Francisco Fernando
Arturo, Carmen Margarita y Carlos Guillermo Antonio— se hallaban
en la infancia, con edades que oscilaban entre los doce y los
seis años.
Los recuerdos familiares, igual
que el agua de una fuente inagotable, se suceden sin cesar en
torno a esas dos figuras tutelares que fueron don Eduardo y doña
Mayún. Desde los años iniciales de la dictadura la situación se
tornó tan difícil que don Eduardo pensó trasladar la empresa a
Puerto Rico, incluso dejar el negocio del tabaco. Si no hubiera
sido por la oportuna colaboración de don Víctor Thomén, quien le
prestaba dinero y le sirvió de intermediario para presentarlo a
los ejecutivos del Royal Bank en Santiago de los Caballeros, a
fin de que obtuviese un crédito, el preocupado hombre de
negocios habría abandonado su más preciada conquista empresarial.
Don Eduardo, con gran sentido de
la dignidad humana, no permitía, por ejemplo, que un cosechero
al que había que pagarle llegara a la compañía y tuviera que
marcharse con las manos vacías. Su decisión de constituir un
fuerte patrimonio económico surgió el día en que tuvo que ir al
banco a cambiar un cheque de mil pesos y el gerente le hizo
ponerse en la fila, igual que todos los demás clientes. Esa
sensación de impotencia para solventar sin demoras sus
compromisos económicos, le indujo a procurarse una envidiable
posición, pues llegó a tener, según revelaciones de su hijo
Eduardo Antonio, unos 300,000 dólares depositados en monedas de
oro en el Royal Bank. Gozaba de gran estimación y confianza en
el ámbito público, como lo prueba el hecho de que don “Chago”
Petitón, Colector de Rentas Internas en Santiago, le aceptaba
cheques sin que estuvieran certificados, como era obligatorio
por ley.
A sus hijos les inculcó don
Eduardo una serie de valores y principios básicos que forman
parte del patrimonio familiar. “Paga, cuida tu crédito más que
tu salud —solía aconsejar al mayor de los varones—. El día en
que ustedes no puedan pagar, adelántense y vayan al banco y
díganle que no pueden pagar y hagan los arreglos
correspondientes, pero hágalos. Ningún León da un cheque en
falso o sobregiro”. En don Eduardo se armonizaban la comprensión
y la fortaleza de poder decir que no cuando las circunstancias
lo requiriesen. Reía con la carcajada gozosa y espontánea de los
que tienen buen humor y disfrutan de la vida, pero sacaba tiempo
para la reflexión y la lectura de biografías de grandes hombres
que le inspiraban en su accionar cotidiano. Pensaba que era
necesario devolverle al pueblo parte de lo que la empresa había
ganado, de ahí que la política de justa retribución a los
trabajadores que ha caracterizado a E. León Jimenes, C. por A.,
desde sus orígenes comenzó con él cuando todavía estaban en sus
manos las riendas de la empresa.
En los años en que aún fraguaba
nuevos proyectos, se mostraba siempre previsor en cuanto al
futuro. “Hijo mío —le sugería a Eduardo Antonio—, siembra
frutales, que si tú no te los comes alguien se los va a comer”.
Hombre de hábitos sencillos, aparte de su familia y el trabajo,
su pasión era la cacería, aunque de vez en cuando echaba una
partida de billar. Amoroso con las hijas, sabio consejero de los
muchachos mayores y esposo paciente y detallista, permanecía
sentado en su mecedora mientras descabezaba un sueño a la hora
de la siesta, con una cajita de fósforos colocada en el
occipital para evitar los inconvenientes del sudor; o allí mismo,
al anochecer de un día especial en que iban a salir, podía
esperar tranquilo a doña Mayún mientras ésta se vestía.
Don Eduardo no era hombre
inclinado a la política, pero sí muy solidario y su
participación social se hizo sentir en las instituciones de la
ciudad, como el Centro de Recreo y la Cámara Americana de
Comercio, Industria y Agricultura, cuya defensa de los intereses
empresariales de la provincia no pudo contener el despliegue de
fuerza instrumentado por el régimen de Trujillo para monopolizar
la producción y comercialización del tabaco. El compromiso de
don Eduardo con la Cámara se tradujo en reconocimiento, pues fue
su Primer Vicepresidente, llegando a ser elegido (en ausencia)
Presidente para el período 1932-1933, pero él, al presentar
renuncia, declinó la distinción que se le había ofrecido.
La vitalidad de don Eduardo
comenzó a resentirse por una afección cardíaca que le obligó a
disminuir el ritmo de su labor y la frecuencia de sus
apariciones públicas. Durante los últimos cuatro años de su vida
estuvo prácticamente recluido en su hogar, aunque viajó a
Francia para someterse a exámenes médicos y análisis de
laboratorio cuyos resultados eran luego remitidos a los doctores
Manuel Grullón o Alejandro Espaillat, sus médicos personales en
Santiago. Los hijos de don Eduardo seguían de cerca cuanto
acontecía en el segundo piso de la casa, donde el enfermo,
recluido pero atento a las palpitaciones del hogar y la empresa,
sabía ya que sus días estaban contados.
El 29 de septiembre de 1937, a
las diez de la mañana, en la casa número 22 de la calle
Independencia, falleció tranquilamente don Eduardo León Jimenes,
a consecuencia de una “lesión cardíaca”, de acuerdo con el
diagnóstico certificado del Dr. Manuel Grullón. En ese hogar que
había sido morada de aspiraciones y sueños, dejó de respirar el
fundador de “La Aurora”, padre de una familia numerosa que ahora
dejaba en manos de doña Mayún, la joven viuda
—ésta tenía
entonces cuarenta y un años de edad— que en lo adelante tendría
que hacerse cargo, ella sola, de la crianza y educación de los
hijos. La muerte del esposo produjo un enorme vacío en el seno
de la familia León Asensio y en la sociedad de Santiago, donde
él había echado los cimientos de una industria destinada a
convertirse en una de las más importantes de la República
Dominicana.
Después de las exequias y el
llanto familiar, don Herminio León Jimenes, el hermano
entrañable, quien sin proponérselo había estado preparándose
para hacerse cargo de la empresa, asumió responsabilidades
plenas de Presidente de E. León Jimenes, C. por A., a fin de
seguir con paso firme la labor iniciada por don Eduardo. En esas
lides no estaría solo, pues habría de contar con la colaboración
de los hijos mayores del difunto, Eduardo y Fernando, de
dieciocho y quince años, respectivamente, sobre todo el segundo,
un muchacho que parecía su hijo por las afinidades compartidas.
Ambos amaban la tierra, se entendían con los campesinos,
conocían a fondo la naturaleza de la actividad tabaquera y
podían trabajar sin descanso ni comida durante toda una jornada
que comenzaba a las cinco de la mañana y se extendía hasta el
crepúsculo.
Las fotografías de don Herminio
reflejan la estampa de un hombre circunspecto y recio, pero
práctico y directo. Vivía con sus hermanas Trina y Mercedes y su
sobrina Thelma Esperanza León Cabrera. Era un solterón (nacido
el 25 de abril de 1886) de hábitos regulares que solía visitar
en la prima noche a la señorita María Madera [“Viviana”], la
joven con la que se casaría después de muchos años de noviazgo,
cuando ya parecían haberse desvanecido las posibilidades de un
enlace matrimonial. A don Herminio le iban a tocar los años de
las “vacas flacas”, como han sido descritos aquellos tiempos de
la dictadura —específicamente entre 1937 y el 1° de julio de
1951, fecha de su muerte—, en los que él supo sortear los
escollos para consolidar cada vez más el bien ganado prestigio
de la empresa.
La soledad corroía a doña Mayún
en esos meses finales de 1937. De ahí que permanecer en Santiago
de los Caballeros sólo hacía más punzante su dolor. Así que
siguiendo consejos de amistades cercanas, en 1938 se trasladó
con sus hijos al Canadá, el país donde había hecho su
bachillerato y en el que la familia León Asensio pasaría junta
varios años. Eran los tiempos de la segunda gran guerra, pero la
vida en Canadá transcurría apaciblemente para los León Asensio
en Sainte Adele, donde había montañas, clima frío, con lago a
orillas de la casa y bote para remar. Concluida la etapa
canadiense, los León Asensio retornaron a la República
Dominicana, deseosos del reencuentro con parientes y amistades
después de varios años de ausencia, integrándose muy pronto, los
varones mayores, a las labores en E. León Jimenes, C. por A.
Eduardo León Asensio (don
Eduardo, a partir de ahora) había realizado estudios en la
Greenbrier Military School, Lewisburg, West Virginia
(1934-1937), en el O’Sullivan Business College (1937) y obtuvo
una maestría en Administración de Empresas en la McGill
University (1937-1939), en Montreal, Canada. Estaba, pues,
preparado para asumir funciones dinamizadoras en la empresa,
como en efecto ocurrió en 1940, aunque sus concepciones de
trabajo, enriquecidas por la formación universitaria, difiriesen
de las de su tío don Herminio.
Don Eduardo manejaba desde muy
joven el arte de la palabra y tenía excelente disposición para
las relaciones humanas. No es de extrañar, pues, que
alternativamente con su participación en la empresa, desempeñara
numerosas funciones públicas, tanto en el país como en el
servicio exterior. En ese largo periplo le acompañó siempre su
esposa, doña Ana María Teresa Tavares, con quien formó una
pareja diplomática ejemplar.
Por su lado, Francisco Fernando
Arturo (don Fernando, en lo adelante) también había cursado
estudios de Administración de Empresas en Canadá, sin haberlos
concluido. Siguió el llamado de la tierra y consagró al tabaco
los mejores años de su juventud y madurez, desde su integración
a la empresa en 1941. Junto al tío Herminio, en inolvidables
recorridos a caballo en busca de la mejor cosecha, adquirió
invaluables conocimientos y experiencia, al punto de que el tío,
cuando se hallaba afectado de una hemiplejia que le
imposibilitaba rendir como siempre lo había hecho, delegó en él
mayores responsabilidades. Hombre en quien se mezclan intuición
y saber, don Fernando se define “como un hombre de campo, medio
huraño, de temperamento fuerte y no muy dado a rutinas”, que ama
la vida al aire libre y se entretiene criando pájaros en su
propiedad. Ese juicio de sí mismo, tan lacónico como severo,
omite la calidez y la prestancia que emanan de su persona y esa
autoridad natural para obtener la colaboración de quienes le
siguen porque le admiran.
El trabajo con el tabaco, más
que una ocupación es para don Fernando un arte y encierra toda
una filosofía. Buen fumador de cigarros, desde su juventud ha
sido considerado por todos como un gran experto en materia de
tabaco, respetado y querido por cosecheros y tabaqueros, dada su
pericia y su infalible olfato para determinar la procedencia de
las hojas o la calidad del producto. Casó en 1951 con Jeannette
Herbert, con quien procreó siete hijos: Sandra Margarita,
Fernando Arturo, Patricia María, Franklin Eduardo, Luis Manuel,
Eduardo Antonio y Guillermo José.
En cuanto a María Rosa (doña
Rosa, desde ahora), al regresar al país estaba preparada para
iniciar una nueva etapa de vida. El 28 de febrero de 1943 casó
con el ingeniero civil Rafael Aguayo Ceara, padre de sus hijos
Rafael Eduardo y Alfonso. Después de su divorcio, doña Rosa
vivió varios años en New York, donde trabajó en la tienda Saks
de la Quinta Avenida. Poseedora de una belleza sin estridencias
y un porte distinguido, por dondequiera que pasa impone su
señorío con un encanto que parece haberla acompañado siempre. De
hablar pausado y agradable, ejerce un ascendiente indiscutible
entre sus hermanos, que ven en ella a una protectora y a una
amiga.
Carmen Margarita (doña Carmen),
a su vez, casaría con Edwin Antonio [“Jack”] Corrie Parra, el
ingeniero mecánico domínico-norteamericano que jugaría, años
después, un importante papel en el montaje de maquinarias en la
empresa. Con Jack procrearía a Carmen Silvia y a Brenda
Margarita. Entre sus cualidades más acusadas, doña Carmen
descuella por su paciencia para rescatar y conservar recuerdos
de familia —fotografías, objetos, manuscritos—, que mantiene a
salvo de los estragos del tiempo y de curiosos desaprensivos.
Sabe hilvanar con mucha coherencia aquellas historias de la
familia León Asensio que parecen haberse perdido en los
laberintos de la memoria y que ella narra con precisión y
soltura, como si los hechos hubiesen ocurrido ayer.
Carlos Guillermo Antonio (don
Guillermo) también estudió, como sus hermanos mayores, en la
Greenbrier Military School e hizo dos años en Georgia Tech. Al
incorporarse al trabajo de E. León Jimenes, C. por A., desempeñó
un importante papel como Encargado de Nómina, y mediador entre
la empresa y los trabajadores, habiendo contribuido a diafanizar
las relaciones obrero-patronales y negociar el primer pacto
colectivo de 1957. Casado con Mercedes Nouel [doña “Yin”], es
padre de Carlos Guillermo, Isabel María y Stella Margarita.
Don Guillermo es buen
conversador y, junto con doña Carmen, atesora parte de ese
valioso patrimonio de recuerdos familiares que sabe poner a
disposición de quienes se interesen por la evolución de la
empresa, donde desempeñó varias actividades, entre ellas las de
Encargado de Facturación y Despacho, Vendedor-Inspector de
Vendedores y Rutas en todo el país. Al hablar tiene más aire de
profesor que de empresario y él mismo confiesa, con modestia,
que sus años de labor con los trabajadores, su quehacer de
intermediario con el sindicato, deben de haber dejado su
indiscutible huella pedagógica.
Clara (doña Clara), que había
realizado estudios en Montreal y luego en el Colegio Sagrado
Corazón y los de bachillerato en Washington, D. C., casó, el 12
de diciembre de 1958, con el abogado e industrial Osvaldo A.
Brugal, padre de Ricardo Eduardo, Osvaldo Andrés, Clarissa
Margarita e Ivette María. Doña Clara es, ante todo, una mujer
vital, que confiesa sin sonrojo haber sido muy traviesa durante
su infancia. En la conversación se muestra expansiva y franca y
su risa proyecta el eco de las personas genuinas, más allá de
todo convencionalismo social.
José Augusto César (don José),
el más joven de los León Asensio, hizo estudios de bachillerato
en la Taft School, Watertown, Connecticut (1949-1953), y los
universitarios en el Babson Institute, Wellesley, Massachusetts
(1954-1957). Se licenció en Administración de Empresas, con
especialidad en Mercadeo. A él se deben, precisamente, las
mayores innovaciones en esta materia realizadas en la empresa en
los últimos decenios.
De doña Mayún aprendió valores
esenciales, como la necesidad de practicar el amor sincero,
respetuoso y comprometido entre todos los miembros de la familia
y la creencia en los principios cristianos y devoción a la
Santísima Virgen María. Casado con Petrica Cabral, es padre de
María Amalia y Lidia Josefina. Su hijo José Eduardo falleció a
los doce años, después de años de titánica lucha a consecuencia
de un doloroso accidente. La acendrada religiosidad familiar les
ha ayudado a encontrar el consuelo necesario.
Todos los que le conocen y le
han tratado de cerca, aseguran que don José es, antes que nada,
un hombre bueno. La generosidad que irradia su mirada no es un
hecho fortuito, sino el resultado de las enseñanzas de una madre
que le indujo a apreciar los frutos de la bondad antes que los
bienes materiales. Rasgos distintivos de don José son su
espontánea carcajada —tan parecida a la de don Eduardo León
Jimenes—, su facilidad para resolver problemas, mediar entre
gente diversa y buscar soluciones sin necesidad de imponerse por
la fuerza y, sobre todo, su generosidad para entregar a su
pueblo, a través de contribuciones del grupo empresarial que
dirige, parte de todo aquello que el trabajo sistemático, la
visión de futuro y la puesta al día en materia tecnológica,
entre otras cosas, han puesto en manos de su familia.
Conclusión
Cien años han transcurrido desde
la fundación de “La Aurora, la pequeña empresa familiar creada
por don Eduardo León Jimenes. Sus ideas y visionarias acciones
impulsaron la producción de cigarros de primera calidad,
asegurando el prestigio de un sello inconfundible en la
industria dominicana del siglo XX. Dueño de un agudo estilo
empresarial poblado de certeras intuiciones en el trato humano y
con una integridad personal a toda prueba, don Eduardo León
Jimenes siempre ha sido, no sólo un ejemplo señero, sino un
emblema inspirador para todos sus descendientes, al igual que
doña Mayún Asensio, su amada compañera, guía y sostén espiritual
de la familia León Asensio.
El proceso de desarrollo de E.
León Jimenes, C. por A., desde sus modestos inicios hasta la
impresionante estructura alcanzada por el Grupo León Jimenes en
la actualidad, está ligada también a los nombres de Herminio
León Jimenes —el hermano entrañable—, y de Eduardo, Fernando,
Guillermo y José León Asensio —los hijos emprendedores y
consecuentes—. Ellos han sido protagonistas en una trayectoria
de trabajo sistemático e innovadora visión empresarial, que han
servido para dar continuidad al sueño de un hombre que lo dio
todo para forjar sus ideales. El legado de don Eduardo León
Jimenes, ese macizo conjunto de valores y ejemplar verticalidad
ética, sigue animando la labor de sus continuadores, que han
sabido engrandecer el patrimonio recibido sin abandonar los
principios originales, convirtiendo aquel núcleo primigenio que
fue “La Aurora” en el consorcio dominicano de mayor estatura
nacional y de más amplia proyección internacional.
El sólido liderazgo de las
empresas que integran el Grupo León Jimenes se basa en una serie
de cualidades que son analizadas detalladamente en el libro
Huella y memoria. La imagen corporativa y de marca establece
que Empresas León Jimenes forman uno de los grupos empresariales
de mejor reputación en toda la República Dominicana, aquél que
otros grupos empresariales del país tienen como paradigma.
De acuerdo con esas
indagaciones, el Grupo León Jimenes es considerado como el
principal grupo industrial de la República Dominicana, cuya
reputación se basa en la excelente manufactura de productos de
calidad mundial y en sus admirables prácticas administrativas.
Es también el mayor contribuyente nacional, un ente responsable
y cumplidor de sus obligaciones fiscales; una empresa
comprometida con su sociedad, por su constante apoyo a las más
diversas actividades culturales, a través del creciente
patrocinio a las artes visuales, la literatura, la música
clásica y popular, los deportes, la educación, el desarrollo
comunitario y la protección ambiental.
A sus desvelos como empleador
modelo, se suma una tradición familiar de larga trayectoria al
servicio del país, sustentada en valores de vida como la unidad
y el respeto muto, consignados en el credo que suscriben
los León Asensio y sus descendientes, y que sirven de fundamento
al Consejo Familiar. Esta empresa internacional, con raíces en
Santiago de los Caballeros, en el corazón del Cibao, continúa
ganándose la admiración y el respeto del empresariado y de las
grandes mayorías nacionales.