INSTITUTO DOMINICANO DE GENEALOGÍA, INC.

PUESTA EN CIRCULACIÓN

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HISTORIA SOCIAL DE SANTIAGO DE LOS CABALLEROS, 1900-1916

de Edwin Rafael Espinal Hernández

 

Palabras del autor: Edwin Rafael Espinal Hernández

 

 

Tomo I  y Tomo II

Este acto de puesta en circulación culmina un largo proceso que inició desde que, en 2006, se presentó “Historia social de Santiago de los Caballeros, 1863-1900”. La investigación que dio nacimiento a ese volumen tocó algunos años del siglo XX, por lo que decidí embarcarme en darle continuidad. Después de salvar un período de inercias mecenales una consultoría histórica puntual me permitió reencontrarme con los protocolos notariales que había utilizado en mi investigación inicial, fuentes que me permitieron darle una dimensión mucho más amplia, rica y diversa al que hasta entonces tenía como texto definitivo.

Otra investigación paralela en el ámbito del Derecho me sirvió para afinar su rigor metodológico y formular una pregunta de investigación, a partir del estado del arte delineado a partir de textos de Frank Moya Pons, Harry Hoetink, Michel Baud, Rafael Emilio Yunén y Danilo de los Santos: si la evolución que experimentó el espacio local tuvo conexión con los factores generales que caracterizaron la transformación del país en ese momento y/o con otras variables de índole mundial, local o regional.

En esta obra nos proponemos dar respuesta a esta cuestión, esto es, determinar la correlación de los cambios verificados en Santiago en los inicios del siglo XX con variables externas e internas, dedicando un capítulo a cada uno de ellos. Como respuesta inicial y previa ante esta problemática, partimos de la hipótesis de que en Santiago se presentaron transformaciones urbanas, económicas, poblacionales, sociales, culturales, comunicacionales e institucionales que, de una parte, fueron reflejo del impacto de la modernización a nivel nacional, y de otro lado, derivaron del accionar de sus fuerzas sociales. El eje temporal definido para ello arranca en 1900 y se extiende hasta 1916, un período en buena medida desconocido, no desbrozado, de la historia de la ciudad y explotado prácticamente solo desde los puntos de vista político y económico, con énfasis en la inestabilidad que en la detentación del poder siguió a la caída del régimen de Ulises Heureaux y el creciente control financiero del país por parte de Estados Unidos. La interrupción de nuestro estudio en 1916 se funda en el hecho de que muchos de los cambios más decisivos en República Dominicana surgieron a partir de la primera intervención norteamericana (1916-1924), por lo que el análisis de esa etapa y la inmediatamente posterior (1924-1930) amerita de un nuevo esfuerzo de investigación.

¿Qué contiene el libro?

El capítulo I tiene por objeto dar a conocer las modificaciones en el medio construido que se sobrepusieron a las obras públicas reedificadas e implantadas entre el incendio de la ciudad en 1863 y el filo del siglo XIX. Reconstituido a partir de una recuperación simbólica de los  poderes eclesiástico y municipal con inmuebles que sustituyeron a sus antecesores coloniales; convertidas sus plazas en parques y mercado público; desaparecida la plaza de San Antonio; sumada la plaza de Los Chachases y trazada la enrieladura del Ferrocarril Central Dominicano como límite norte, en el casco urbano se sumaron como hitos destacados en el siglo XX un obelisco dedicado a los héroes de la batalla de Santiago del 30 de marzo de 1844, una alameda en el arranque del camino de Santa Ana, los locales del Centro de Recreo y el Club de Damas, el edificio de la Logia Nuevo Mundo No. 5, una nueva glorieta en el parque Central, el teatro Colón y el café El Edén. El mercado de comestibles, símbolo de la confluencia de los mundos rural y urbano, fue renovado y en la fortaleza San Luis se levantó el edificio de la cárcel, al tiempo que se empezó la construcción del nuevo local del hospital San Rafael, el manicomio de la Logia Nuevo Mundo No. 5 y el teatro municipal y se construyó e inauguró la línea Santiago-Moca del Ferrocarril Central Dominicano. 

Junto al cambio de nombre de buena parte de las calles y la expansión de los límites urbanos hacia el oeste, el norte y el este surgieron en los nuevos confines urbanos el asilo Santa Ana, el parque Imbert, el matadero municipal, la ermita San José, el mercado de maderas y animales y la plaza Valerio; se trazaron las calles que dieron origen a La Joya, el Ensanche Eliesco y El Maco nuevos espacios para la población marginal que suplía brazos para el trabajo  y se compactó el perfil de Los Pepines, al tiempo que El Castillo y Nibaje vieron modificar sus intocadas siluetas con las obras del primer acueducto y la planta eléctrica. El acceso al río Yaque fue regulado para una adecuada provisión de agua a fin de satisfacer múltiples servicios.

Pese a esos cambios y renovaciones en los que confluyeron el gobierno, el ayuntamiento, individuos, sociedades e inmigrantes, la imagen general de la ciudad continuó sujeta a la cana, la yagua y la madera, que predominaron en la mayor parte de las casas, la generalidad de un nivel, sobre calles secularmente maltrechas y pobladas de animales.  

El capítulo II está dedicado a exponer los cambios en el plano económico. La ciudad ingresó al siglo XX como un relevante centro comercial regional en estrecha relación con Puerto Plata, no solo por su condición de puerto sino también por los vínculos entre casas extranjeras establecidas en esa ciudad y los comerciantes locales, exportadores en buena medida de productos agrícolas con el tabaco a la cabeza e importadores de un variadísimo conjunto de bienes importados, trasegados en almacenes y tiendas. El procesamiento de materias primas despuntó de la mano de nacionales y extranjeros y la industrialización del tabaco y el alcohol se afirmó como un sostén esencial de la economía de la ciudad, aunque sin desplazar la primacía del comercio derivado de la economía dependiente de las exportaciones e importaciones. 

Una reducida élite, sustentada en una intrincada red de relaciones consanguíneas, que basó su riqueza en el comercio doméstico y en el de exportación-importación y las propiedades urbanas y rurales, fue dínamo del desenvolvimiento económico. Consciente de la necesidad de su autosatisfacción ante un Estado institucionalmente débil, activó proyectos agrícolas, juntas de fomento y cámaras de comercio y se valió de las autoridades locales para lidiar con los reclamos laborales, en ocasiones conflictivos, que se presentaron en torno al comercio del tabaco.

Las actividades constructivas, comerciales, manufactureras e industriales que transformaron la ciudad atrajeron a nacionales y extranjeros que cubrieron la demanda de fuerza de trabajo. Árabes, españoles, cubanos, haitianos, italianos, chinos, franceses, ingleses, alemanes, belgas, daneses y venezolanos constituyeron un mosaico multicultural que, en buena medida, acabó fundiendo sus identidades con el ethos dominicano y tuvo una presencia resaltante en múltiples aspectos de la vida citadina, aunque no respondiera en su globalidad al ideal de una inmigración perfeccionadora y quitara oportunidades de empleo a los criollos o acaparara segmentos descuidados por los comerciantes nacionales. Establecer la impronta de esa población migrante, convocada, entre otras causales, por la expansión del comercio de exportación e importación, es la finalidad del capítulo III.

En el capítulo IV nos concentramos en contrastar los cambios que se verificaron en el orden social con las estructuras que se mantuvieron atadas al pasado. El apogeo de la élite comercial puso de manifiesto una creciente distancia con las masas urbanas, evidenciada no solo en la imagen citadina o la división del trabajo, sino también en determinadas manifestaciones culturales que sufrieron notorios procesos de estratificación social, como el carnaval y los bailes. Su deseo de modernización y progreso material abrieron la sociedad a una amplia variedad de influencias extranjeras, que transformaron, entre otras, la moda, la alimentación y ciertas actividades y fiestas y propiciaron la aparición de la práctica de deportes como el beisbol y el baloncesto. Esos y otros nuevos rasgos de cosmopolitismo la asistencia a cafés y restaurantes, las giras, las corridas de sortijas a caballos o bicicletas y el aprecio por la fotografía como reflejo de su imagen contrastaban con los de sus contrapartes urbanos, signados por el merengue, los juegos de azar, las peleas de gallos y la asistencia a los parques de diversiones y a los circos que llegaban a la ciudad. En paralelo, las fronteras de clase no aparecieron plenamente desdibujadas respecto de algunas formas compartidas de entretenimiento, como el cine y los espectáculos líricos y de variedades y patrones tradicionales como las festividades religiosas y las conmemoraciones patrióticas.

El capítulo V busca revelar las alteraciones en la estructura social que implicó el surgimiento de sectores medios y de un proletariado urbano. Integrados por comerciantes, profesionales, burócratas y asalariados que no podían penetrar en la alta sociedad, de un lado, y artesanos y obreros cualificados por otro, estos grupos compartieron sus intereses y aspiraciones comunes a través de organizaciones de variada factura algunas bastante cohesionadas, tuvieron una miríada de sujetos nacidos en el curso de las tres décadas que siguieron al incendio de la ciudad en 1863  que expresaron su liderazgo en la música, la poesía, la pintura, el periodismo y el asociacionismo en variadísimas formas y accionaron en paralelo y en ocasiones en vinculación con las clases acomodadas, las cuales se manifestaron en sus clubes exclusivos, en los que exhibieron los elementos materiales y los modos de comportamiento que resultaron de su creciente contacto con las sociedades industriales de Europa y Estados Unidos y su emulación.

El capítulo VI tiene por fin describir las innovaciones tecnológicas. Los automóviles, coches y bicicletas constituyeron signos de civilización, que unidos a la interconexión que brindaron el telégrafo y el teléfono, acortaron las distancias, permitieron tener contactos más frecuentes, transformaron las vías citadinas y siluetearon en forma diferente los caminos y carreteras que se rehabilitaron y construyeron en el período, revelando su renovadora impronta ante el Ferrocarril Central Dominicano, culmen de los esfuerzos de desarrollo regional en el siglo XIX y elemento clave para la exportación de la producción doméstica y el ingreso de bienes importados, pero que en el curso de poco más de tres lustros acusó un progresivo deterioro que limitó aún más su alcance, no obstante su extensión a Moca.

El capítulo VII está dedicado a evidenciar la evolución de los servicios públicos de seguridad, agua, iluminación, salud y educación, los cuales, en no pocas ocasiones, además de depender de impuestos locales, fueron favorecidos con fondos especializados del gobierno, concesiones privadas y préstamos de munícipes. Los cuasi exangües Policía Municipal, Cuerpo de Serenos y Cuerpo de Bomberos alcanzaron cambios poco relevantes frente al redimensionamiento de la iluminación y la provisión de agua, que pasaron de servirse de lámparas de gas, gasolina y acetileno a energía eléctrica y de vendedores callejeros a un circuito de tuberías, después de planes frustrados por años por la falta de capital externo.

En el ámbito de la salud, parteras, dentistas y médicos y con ellos boticas y farmacias se integraron como proveedores de una red que, aunque con brechas en cuanto a infraestructura y equipamiento, cumplió con el objetivo de la equidad, en el sentido del acceso a servicios esenciales por parte de los grupos de la población desfavorecidos económicamente, en buena medida por la política de protección social en salud del ayuntamiento, impuesta por la legislación de la época y visible en su actuación en el control de riesgos y enfermedades y el fomento de entornos saludables con inmunizaciones y control ambiental.

De su lado, el sistema educativo se recompuso a partir de las reformas implantadas con las escuelas normales de varones y señoritas que forjaron los liderazgos masculinos y femeninos de la generación que protagonizó las décadas subsiguientes, la Escuela de Bachilleres, las Cátedras Profesionales del Cibao y el Instituto Profesional, que si bien elevaron la calidad de la educación secundaria, frustraron las aspiraciones de ascendencia social y económica de las masas urbanas y rurales de la común de Santiago, que quedaron circunscritas a las escuelas municipales y particulares.

Nos asomamos pues al período 1900-1916 con un enfoque holístico, intentando abordar la realidad social santiaguera en su totalidad, porque como refiere el sociólogo venezolano Tulio Hernández, citando al ingeniero y urbanista italiano Corrado Beguinot, toda ciudad está compuesta por tres ciudades: una ciudad de piedra o construida, una ciudad de relaciones y una ciudad del hombre, simbólica o subjetiva. La primera es aquella constituida por viviendas, avenidas, puentes, plazas, bulevares y monumentos, que en su conjunto da forma, espacialidad y sirve de “contenedora” a las otras dos.

Hernández subraya que de excluirse una cualquiera de las tres dimensiones del esquema triádico de Beguinot lo construido, lo relacional y lo simbólico la ciudad se hace ininteligible, toda vez que lo físico produce efecto sobre las representaciones, pero igualmente las representaciones afectan y guían los usos sociales de la ciudad y modifican las concepciones del espacio”.  De aquí que concluya que toda ciudad deba mirarse integralmente por ser una realidad que es a la vez geoespacial, territorial, histórica, económica, cultural y política, “una concentración humana numerosa y densa que puebla un asentamiento de construcciones estables, genera un sistema de identidades y pautas comunes, y requiere un gobierno propio”.

Los antecedentes bibliográficos de esta investigación son escasos, por lo que reviste también un carácter exploratorio. Salvo “Santiago: quien te vio y quien te ve”, de Arturo Bueno; “Apuntes inéditos”, de Nicanor Jiménez, y “Santiago a principios de siglo”, de Pedro R. Batista, que responden a criterios distintos de síntesis sobre todo de remembranzas personales y que abordan, con una dimensión no comparable, solo algunos de los aspectos temáticos aquí incluidos, así como la columna “Minicosas”, de Román Franco Fondeur en el periódico La Información, quien recogió variadas estampas del Santiago “romántico y tradicionalista”, no se cuenta con obras sobre la ciudad en el período ya referido y las publicaciones alusivas a las transformaciones en el siglo XX se concentran en una valoración nacional de las condicionantes económicas, sociales y políticas de la época. En definitiva, el objeto aquí perseguido carece prácticamente de abordajes previos. Es por ello que la presente investigación salva las lagunas existentes sobre el devenir de la ciudad en la etapa estudiada.

Las fuentes para emprender esta indagación fueron, fundamentalmente primarias: el periódico El Diario y boletines municipales del ayuntamiento de Santiago conservados en el Archivo Histórico de Santiago, amén de otros periódicos santiagueros de los siglos XIX y XX y periódicos nacionales del siglo XX, así como las ricas colecciones de protocolos notariales que obran en las oficinas J.M. Cabral y Báez, Lic. Federico C. Álvarez, Félix Rodríguez y José Santiago Reinoso Lora. Además de estos acervos, localizamos materiales en el Ateneo Amantes de la Luz, el Archivo General de la Administración en Alcalá de Henares, España, el Drexel Institute of Art, Science and Industry, de Filadelfia, Estados Unidos y los Archivos Nacionales de Francia. Actas de nacimiento, bautismo, matrimonio y defunción y dispensas fueron consultadas en los archivos parroquiales de las iglesias de Nuestra Señora de la Altagracia y San José de la Montaña de Santiago, Nuestra Señora del Rosario de Moca, San Felipe de Puerto Plata, San Dionisio de Higuey, Santo Tomás de Jánico y San Lorenzo Mártir de Guayubín, así como en las catedrales de Santo Domingo, Santiago, La Vega, San Pedro de Macorís y San Francisco de Macorís, las oficialías del Estado Civil de los municipios de Altamira, Baní, Dajabón, Guayubín, Higüey, La Vega, Mao, Moca, Puerto Plata,  Sabaneta, San Francisco de Macorís, Santiago, Tamboril, el Arzobispado de Santo Domingo, los archivos del Estado Civil de Isabela y Gurabo, en Puerto Rico y los archivos de las parroquias de San Carlos, en Santo Domingo; El Sagrario y San Juan Bautista, de Caracas, Venezuela; San Esteban, en Olot, Cataluña, y Santos Pedro y Pablo en Canet del Mar, también en Cataluña, España; la Catedral de México, la Catedral de San Juan Bautista, de San Juan de Puerto Rico; las Oficialías del Estado Civil de Cabo Haitiano y Gonaives en Haití; la Administración Nacional de Archivos y Registros de Estados Unidos; el Registro Civil de Juncos, Puerto Rico; los Registros Civiles de Figueras, Gerona, y Valdemossa, Baleares, España; el Registro de Cuhayoga, Ohio, Estados Unidos y la oficialía correspondiente a la parroquia de la catedral de Valencia, Carabobo, Venezuela. De igual manera, tuvimos acceso a fondos hemerográficos y fotográficos conservados en el Archivo General de la Nación y en otras colecciones personales e institucionales, siendo los más cuantiosos los de Julia Amelia Cabral Tavares de Thomén y el Centro Cultural Eduardo León Jimenes.  

Me complace agradecer inmensamente al Archivo Histórico de Santiago, al Ateneo Amantes de la Luz y al Centro Cultural Eduardo León Jimenes, que me abrieron gustosamente sus puertas para acceder a sus ricas colecciones. Además, a Julia Amelia Cabral Tavares de Thomén, Alfonso Martínez Aguayo, Nuris Jacobo Vda. Espinal (†), Cosette Bonnelly, Pablo Casals Rodríguez, Petrica Villamil Sánchez, Donald Cott Creus, Enrique Raposo Sassone, Rhina González Pardi, Federico C. Álvarez hijo, José Manuel López Antuñano, Sarah Sahdalá Ivec, Julio González Hernández (†), Josefina Domínguez Alam, María Victoria Menicucci Mella, Dora Emilia Vega Eloy, Wenceslao Vega Boyrie, Fernando Rojas Mejía, Rafael Llinás Suárez (†), José Báez Guerrero, Rafael Cantisano Arias (†), Nicolás Pugliese Zouain (†), Carmen Batlle Río, María Magdalena Ovalle Vda. Sahdalá, Miguel D. Mena, Miguel Vargas-Caba, Rosario Espinal Jacobo, Lorenzo Albérico Fernández Espinal, Caonabo Jáquez Hernández, Eduardo Loaces Grisolía, José Tallaj Almánzar, Franklin Howley-Dumit Serulle, Bienvenido Pantaleón / Imágenes de nuestra historia y Linda Fink Jenne, quienes me facilitaron la mayoría de las fotografías y postales que lo ilustran. Va también mi agradecimiento al Arq. César Payamps, quien reprodujo una parte de tales fotografías; a Juan Espósito Rodríguez, por localizar un sinnúmero de legajos, dispensas y actas eclesiásticas y del Estado Civil y acompañarme en la revisión de protocolos notariales; a Louis Paiewonsky Jr., por los documentos de archivos de Saint Thomas que me remitió; a Andrés Blanco Díaz, por facilitarme décimas inéditas de Juan Antonio Alix; a José Tallaj Almánzar, por el envío de actas de matrimonio y bautismo de los archivos de Vibonati, Italia, y un especial reconocimiento a los colegas académicos Danilo de los Santos (†) y Rafael Emilio Yunén, por sus siempre atinadas y sustanciales observaciones, y Frank Moya Pons y Roberto Cassá por sus enaltecedoras palabras introductorias.  

Bruno Rosario Candelier, en “El sentido de la cultura”, escribió: “Creo que la historia, contrario a la estimación generalizada, debe escribirse con pasión porque la pasión anima los hechos”. He escrito con pasión esta bitácora del Santiago de principios del siglo XX, interpelando sus vestigios en el tiempo para buscar su resonancia en la contemporaneidad.

Y Marguerite Yourcenar en “Memorias de Adriano” escribió que todo lo que saca a la luz el esfuerzo intelectual de un hombre, aun sea por un día, parece saludable en un mundo tan dispuesto al olvido. Gracias al jurado de premiación, integrado por Mukien Sang, José Guerrero y Carmen Durán, por haber concedido el premio a esta obra, que casi vi destinada al olvido, y al ministerio de Cultura y a la Editora Nacional por su edición.

Habemus librum.

Enhorabuena.

 

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