La prueba de la filiación, como
ha juzgado la Suprema Corte de Justicia, está sujeta a las
regulaciones del Código Civil, el cual exige para ello la
presentación de los actos del Estado Civil correspondientes,
emanados del oficial público competente para expedir dichos
documentos (Cas.25 febrero 1998, B.J. 1047, p.447). Es así como
los actos del Estado Civil permiten establecer los vínculos de
consanguinidad entre personas pertenecientes a una o varias
generaciones. Con la correlación entre actas de nacimiento,
matrimonio y defunción, es posible determinar sus grados de
parentesco y su relación directa o colateral y, consecuentemente,
establecer su genealogía.
Esa estructuración secuencial, a
partir de las informaciones contenidas en dichos actos, dotará a
una investigación genealógica de la fiabilidad que no puede
otorgarle la tradición oral, muchas veces distorsionada cuando
se trata de ancestros muy lejanos, especialmente porque dichos
actos tienen un carácter irrefragable hasta su inscripción en
falsedad.
Es de aquí que en la etapa de
relevamiento de información en una investigación genealógica se
prefiera el dato documental antes que el oral: quien pretenda
vincularse a un sujeto como descendiente directo o colateral de
un personaje del pasado, debe fundarse, ante todo, en la
información provista por los registros civiles.
Valerse de la prueba documental
como primera ratio tiene sus temperamentos en nuestro medio,
dado el deterioro que acusan los asientos registrales civiles
más antiguos. Al respecto, nuestro más alto tribunal ha
reconocido que “si el parentesco que se invoca es lejano
sería imposible a menudo establecer una genealogía por la
producción regular y no interrumpida de todas las actas del
estado civil” (Cas.28 marzo 1958, B.J.572, p.691).
Pese a esta dificultad y dado
que no es el objeto de un debate judicial, la prueba de la
filiación en materia genealógica puede ser libre, siendo
administrable por documentos públicos o privados y también por
testimonios, al tenor del Art.46 del Código Civil (Cas.25
febrero 1998, B.J. 1047, p.447). Así las cosas, de manera
alternativa es posible recurrir a dos fuentes claves: los
archivos eclesiásticos y los protocolos notariales.
En efecto, los datos sobre la
filiación de los bautizados y casados se toman de los actos del
Estado Civil, lo que favorece su comprobación cuando estos
últimos han desaparecido.
Particularmente en la Iglesia
Católica, las dispensas, autorizaciones dadas por la máxima
autoridad eclesiástica para la celebración del matrimonio entre
contrayentes consanguíneos, son herramientas de gran importancia.
Su valor radica en que la información que figura en los
informativos testimoniales promovidos por los novios sobre sus
ancestros comunes se remonta en ocasiones hasta tres y cuatro
generaciones atrás, de manera que pueden obtenerse referencias
familiares incluso del siglo XVIII, época de la cual no se
conservan muchos archivos civiles.
En lo que se refiere a los
protocolos notariales, es decir, los volúmenes que contienen los
actos instrumentados por los notarios públicos en un año
determinado, hay que indicar que su contenido es variadísimo,
pero en ellos se destacan particiones de sucesiones, testamentos,
reconocimientos de hijos naturales y actos de notoriedad,
documentos que permiten conocer con certeza parentelas completas.
Ha que observar que el solo
parecido físico, como ha tenido oportunidad de pronunciarse la
Suprema Corte de Justicia, no es prueba suficiente de la
filiación, por lo que su uso como medio para su demostración
debe ser fortalecido con otros elementos para juzgar si existe o
no ese lazo jurídico entre determinadas personas.
Es de derecho que sólo el que demuestre su calidad puede ser
considerado como parte de una sucesión. Así, un parentesco no
puede reputarse como verídico hasta tanto no se aporten las
pruebas que lo avalan.